No conversé con Dios mientras estuve aquí.
Mi primer día en el ejercito fue un desastre, nunca en mi vida había sentido tanta hambre. Nos levantamos a las 5:00 de la mañana y sólo tuve tres minutos para vestirme y hacer la cama. Al igual que en mi hogar, yo pensé que iríamos a tomar desayuno, sin embargo fuimos de inmediato a una interminable sesión de ejercicios. Yo creía que mi papá era gritón, pero el sargento a cargo de la tropa, realmente sobrepasó todo límite de decibeles que un ser humano normal puede emitir.
Apúrate debilucho de mierda – me gritaba sin cesar en mi oreja, dejándome con un pequeño pero molesto pito en el oído.
Después de la larga jornada de ejercicios, la cual se extendió hasta las 12:00 del día, nos indicaron que se nos entregarían el almuerzo. El estruendo que provocó la noticia entre los conscriptos, nos proporcionó una hora más de ejercicio y casi nos deja sin la preciada merienda.
Ya sentados con mi bandeja y mi rico plato de sopa, el cual tenía dos papas cocidas un trozo de zapallo y un trozo de carne, se agregaba un plato de postre con algo que parecía una manzana cocida, un pan y un vaso de agua. Yo muy bien educado y criado en una familia cristiana, tuve la mala idea de dar gracias a Dios por los alimentos, digo mala idea, ya que cuando abrí los ojos para comenzar a comer, sólo me quedaba la sopa y el vaso de agua, lo demás había desaparecido como por arte de magia. Fue el último día que le día gracias a Dios por los alimentos en mucho tiempo, para ser preciso, en los dos años que estuve en servicio.
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Nota: Esta historia me la contó mi padre una tarde de domingo después del almuerzo. Los créditos son para el.
Apúrate debilucho de mierda – me gritaba sin cesar en mi oreja, dejándome con un pequeño pero molesto pito en el oído.
Después de la larga jornada de ejercicios, la cual se extendió hasta las 12:00 del día, nos indicaron que se nos entregarían el almuerzo. El estruendo que provocó la noticia entre los conscriptos, nos proporcionó una hora más de ejercicio y casi nos deja sin la preciada merienda.
Ya sentados con mi bandeja y mi rico plato de sopa, el cual tenía dos papas cocidas un trozo de zapallo y un trozo de carne, se agregaba un plato de postre con algo que parecía una manzana cocida, un pan y un vaso de agua. Yo muy bien educado y criado en una familia cristiana, tuve la mala idea de dar gracias a Dios por los alimentos, digo mala idea, ya que cuando abrí los ojos para comenzar a comer, sólo me quedaba la sopa y el vaso de agua, lo demás había desaparecido como por arte de magia. Fue el último día que le día gracias a Dios por los alimentos en mucho tiempo, para ser preciso, en los dos años que estuve en servicio.
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Nota: Esta historia me la contó mi padre una tarde de domingo después del almuerzo. Los créditos son para el.
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